Hoy me levanté comiendo
tierra. Renové la demanda de empleo por internet. Escribí un post temprano de los lunes al sol, para poder seguir rompiendo farolas, pero me salió demasiado
gris. Voy al lavabo y me lavo la cara. No está bien visto andar por ahí marcando
hígado. Pa’dentro. Me lavo la cara y me recompongo para ponerme a hacer. Cada
ojo en su sitio. Echo en falta el metro y los libros del subsuelo, la estación
Esperanza y a su vigilante, el café La Muralla y a Paco. Echo en falta la piel
de agua y el perro que duerme a la sombra y al sol. Tengo hormigas en los
labios. De los días cuelgan cuerdas largas: columpios, escaleras; anzuelos,
sogas. Las que sirven para volar se agarran a dos manos; las otras, no pasan del
cuello.
Yo esta mañana elijo los
columpios. Sentarme en la mecedora de tela de mi abuela, apoyar los brazos en
la madera ya un poco carcomida y mecerme. Cerrar los ojos solo un rato, dejándome
un poco estar. Cuidarme y recorrer tranquila un viaje sin billete con historias
del metro que ya escribí:
- Cuando la ermitaña salió
de la cueva, tomó conciencia de que el mundo allá afuera había girado más
deprisa. Sus gentes ya estaban en otra estación. Sintió vértigo en la boca del
estómago. Le corrió frío por la espalda. Se despojó de la piel entre los
cartones. En la fuente de la plaza se lavó los huesos, se mojó los pies. Y se
echó a andar, dispuesta a buscar los pasos perdidos.
- Empecé a leer ‘Claraboya’,
un buen nombre para los que habitamos debajo de tierra. Por primera vez perdí
el paso de las estaciones entre los personajes del edificio lisboeta. Próxima
estación, Esperanza. Y di un brinco. No puede ser. Paré la máquina de coser del
segundo y salí corriendo con el café en la boca de la cocina de la mujer del
zapatero en la planta baja. Ya fuera del vagón me desvestí el luto de Justina,
la del primero. A mi abuelo. Así he salido hoy a la luz, abrazando árboles.
- Hoy por fin volvió el
guardia de seguridad de Esperanza, un latinoamericano medio y grueso que
reparte buenosdías y sonrisas al lado de la frontera de acero. Como un
caballero andante entre molinos y llevándose la mano abierta al pecho, me ha
regalado un 'tenga usted un buen día, hermosa'. He sentido cosquillas debajo de
los ojos de cartón con sueño y en mis pies han aparecido como por arte de
emoción, unos maravillosos zapatos de tacón rojo. Un hermoso sendero de
baldosas amarillas se ha abierto paso entre las escaleras desfiladas del metro.
- En el viaje de ida por el
subsuelo, esta mañana terminé ‘Nápoles 1944’. Una nostalgia cualquiera se me ha
agarrado a la garganta. Sonreí al caballero de la mano en el pecho. Y así he
salido al sol. Sin gafas. Para poder cerrar los ojos mientras ando.
- Esta mañana el vagón se
tambaleaba durmiendo de pie. Las puertas acogían a más y más viajeros, pero en
las estaciones de siempre no se bajaba nadie. En Esperanza, donde normalmente
apenas nos bajamos cuatro gatos y sube con suerte uno, callejero y con la cola
cortada, el metro empezó a escupirnos a todos. A la salida, varias personas
inexistentes hasta hoy, copiaron mi rutina de entrar en La Muralla para el
suministro diario de café, lo que definitivamente me desconcertó: quizás hoy
esté impostándome a mí misma. A la salida, la calle hasta ahora sin nombre,
había tomado uno, escrito ya incluso en los contenedores de la basura: calle de
Ulises.
- En la estación de Goya,
encaro el cruce hacia la línea 4. Hay un tráfico intenso de gente apresurada
por costumbre. Elijo a una persona y me lanzo en picado para cruzar antes que
ella. No puedo evitarlo. Me sale solo, sin conciencia.
- El libro del subsuelo me
devolvió a Butch Cassidy y Sunsance Kid: 'Iremos a Australia' dicen instantes
antes de morir, suspensos e inmortales en el aire.
- Hoy reconocí un libro en
el vagón del metro, 'El pez dorado' de Le Clézio. Recién terminaba 'Palabras'
de Andric. Impactada. Detrás de él iba el mismo chico del día anterior. Sonrío.
Empiezo a orientarme en esta ciudad: a reconocer a los dueños de los perros y a
los lectores de palabras anaeróbicas.
Hace frío. Hoy me levanté
comiendo tierra pero luego me puse las tostadas con aceite y chocolate. El
segundo café. Como todos los días, la gata-perro persigue en la pared los
círculos de sol de la hoja de luz. Pongo habichuelas para el almuerzo. Me arranco
con el ordenador en salto triple mortal y medio adelante. Con tirabuzón. Carpado.
Tarareo a Nina Simone vestida de amarillo bravo. Levanto con los brazos esto
que llaman reinventarse. Aporreo el piano imaginario. I’ve got my hair. Necesito
tener sueños con cuentos y farolas.
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