miércoles, 31 de diciembre de 2014

Ilona llega con la lluvia

Ilona estaba en mitad de la plaza. Con su gabardina y su sombrero. Sus medias de cristal y sus tacones bajos. Como el personaje de una obra de teatro. Haciendo charcos de agua en las baldosas. Debajo de un paraguas rojo. Así le había dicho que la encontraría. Podría haber esperado debajo de los soportales pero prefería la certeza de la lluvia que llegaba verde desde el monte y el bramido del viento que se escapaba del mar de al lado. A la vuelta de la esquina. Llevándose la memoria. Aunque no lloviesen peces.

Si hubiera sido verano, lo hubiera esperado descalza. Pero también habría llovido.

Llevaba una maleta pequeña. Un equipaje ligero. Sin cámara de fotos. Como siempre. A Ilona le gusta mirar con los ojos.

A ratos se pregunta cómo será eso de viajar con un desconocido. Ser a su vez desconocida. Luego lo aparta y no lo piensa. Y los nombres quedan sueltos, suspendidos como aves.

Para que pueda reconocerlo, él llevará también una bufanda roja al cuello. Y una cámara. Como siempre. Es fotógrafo y le gusta mirar a través de los espejos.

Ella le había escrito que estaba segura de que si lo acompañaba se enamoraría de él. Él le había contestado que también estaba seguro de que así sería. Ilona rió. Fuera de todo manual.

Habían quedado en la plaza. Él la recogería. Primero irían a visitar la playa que Ilona imaginaba desierta, sin poesía ni plumas caídas. Se sentarían en la arena, mojarían las manos en el agua. Se dibujarían el rostro con lentitud. Como quien lava los pies a otro. Para salvarse de sí mismos. Luego irían a visitar las tumbas de los inmigrantes anónimos del cementerio: inmigrante de Marruecos, inmigrante de Costa de Márfil,… Sin vida y sin nombre. Dos entierros. Siempre la sal de los sueños.

Pasarían la noche en un hostal modesto. Antes de cruzar el Estrecho. Ella esperaría leyendo hasta que él se durmiera. Se metería silenciosa en la cama e invocaría al fantasma de las noches previas a las partidas. El que duerme los días en los barcos amarrados a los puertos.

Al otro lado les esperará Tánger y los lugares malditos de Chukri. Sus calles, sus zapatos, su tumba y el color azul que no sé lo que significa para ti. La harira. La otra plaza. Él fotografiará todo. Los rostros. Ella buscará las puertas para dibujarlas. Cada uno su propio mapa de emociones. ¿De qué color?

Pasarán cuatro noches juntos.

La primera, después de cruzar el Estrecho, Ilona esperará leyendo hasta que él se duerma. Se colará entre las sábanas e invocará al fantasma de las noches de las llegadas. El que duerme los días a las puertas del desierto.

Amanece. Les espera el desayuno en el patio. Fuera la ciudad se despereza. Por primera vez se miran a los ojos. Se sonríen. Él sigue llevando su pañuelo rojo. Ella se ha pintado apenas los labios.

Afuera el bullicio, las otras esquinas, las tiendas abiertas. Él sigue fotografiando sombras. Ella sigue buscando nidos de cigüeñas.

La tercera noche están cansados. El cielo se ha nublado y no deja ver las estrellas ni los barcos. Ella no esperará despierta. Se acuesta al tiempo. Vuelve a llover. Esta noche no llegarán los fantasmas.

Amanece. Ilona ríe mientras toma el té. Los ojos llenos de mariposas. Los nombres anudados al pelo. Su paraguas rojo apoyado en el quicio más cercano del escenario. Afuera los pasos. Las ventanas angostas. Coge un trozo de pan solo y se lo lleva a la boca. Le gusta. A secas.



lunes, 1 de diciembre de 2014

La Nieve del Almirante

La Nieve del Almirante es el nombre de una fonda de mal designio al final de un camino. La mía. Donde un viento constante de afuera agita el cartel con el nombre pelado. En una ruta de eriales y cabras. Como una isla de Ítaca sin mar. Huraña.

Sin frío. Aquí los párpados están secos.

Paso una y otra vez el paño por la madera de la barra. Me desabrocho un botón de la blusa. Siento que mi cuerpo se me sale por un rato otra vez. A correr el cárabo de Azarías. Me sube un calor vertical. Irrespirable. Se me agarra a la tráquea, al esternón, a los huesos de la cara y los oídos. Una selva sin pájaros. Sin hamacas. Sin barco. Desnuda. Solo un calor espeso que escapa de las masas de árboles y agua, de la tierra en la que los muertos, cuando los hay, ahoyan sus propias tumbas. Como desaparecidos.

Sin frío. Sin mosquitos.

Barro el piso. Aquí los muertos cuando mueren tienen piedras.

Paso la fregona por las baldosas. Arrastro mis enjundias.

Otra vez. Me paso la mano por el cuello y me detengo en la necesidad de Maqroll el Gaviero, que es la mía, de sentir otro cuerpo de piel. Trago saliva. Más que un deseo de placer en sí mismo, es un hambre de piel contra piel. Para engañar a esta desolación enraizada en la casa y que no se va. Ay, Eréndira, siempre tan puta.

Sin frío. Abro la ventana. Me siento al rayo de sol a tomar un café de olla. Y luego otro.

Sorbo los posos de las mujeres-espera. Recorro el corredor de las begonias donde Amaranta cose. Los ojos de Rebeca pintados en la puerta. Los nudos de los delantales puestos, amarrados a la cintura.

Sin frío. Vuelvo a limpiar el polvo. Con un dolor arrastrado más grande que yo. Puntada a puntada. En el pecho. En el vientre de hembra.

Seco y coloco los vasos fregados en las estanterías, los cubiertos añejos. Me miro en el espejo apulgarado. Me coloco un mechón de pelo detrás de la oreja. Estoy más vieja.

Son muchos los que me dicen que despache la venta o que eche la llave en la puerta y me vaya de aquí. Muchos de los pocos que paran al final de la curva. Que me olvide de este tiempo. Que empiece en otro sitio. Que cambie mi destino.

Sin frío, pienso en la soberbia del hombre que se cree capaz de cambiar el orden del mundo. Que se cree inmortal. ¿Cambiar mi destino? ¿Y si un día vuelves? Como si uno pudiera desprenderse de la carga con la que nace. De las aristas. De la soledad apelmazada, hecha pastel en la cocina. Todas las mañanas. Como si yo no hubiera nacido de una mujer-espera, ya un poco muerta. Todos los días. Como si fuera posible.

Sin frío. Me siento en el porche de la casa. En la mecedora de la abuela. Ahora no hay clientes. Solo un camionero pasó la noche y salió muy temprano. El Almirante se está quedando sin letras. Queda la Nieve. Tal como me contaste que siempre ocurre a la vuelta de uno de tus viajes. Encima del monte Fuji de los cuadros y los versos. Donde yo no he estado.

¿Cómo es Japón? Sorprende lo estrecho que es desde el cielo.


                                                              (Foto: Noel S. Oszvalz)

jueves, 20 de noviembre de 2014

La pajarera de flores

María salió una mañana temprano. Con su sombrero de hongo y su pañuelo al cuello, se subió al tren que debía llevarla hasta El Dorado. Lo siento, su deseo aún no está listo. Vuelva usted en dos meses.

María deshizo el camino y en su vuelta, sin quitarse el sombrero, tomó la decisión de no esperar más. Metió en una maleta una muda fina y una blusa limpia. En los pañuelos de seda, enrolló la foto de la amargura de Estambul y las piedras de playa. Las cenizas de su perra que siempre iban con ella, como parte de su sombra, y una pequeña estatuilla incomprensible de Giordano Bruno en una plaza de Roma. Todo para no perderse en los sueños.

Antes de salir miró el cielo a través del techo y pensó si acaso ella no había caminado siempre sobre cristales rotos. Como un faquir. Llamando a puertas.

Y las dejó todas atrás.

Se encaminó hacia el puerto, siguiendo las calles de Ricardo Reis en Lisboa. Se sentó por un momento sobre los periódicos usados de un banco, mirando al río y a los barcos. Saludó al fantasma de Pessoa puesto al sol.

Cuando subió al barco, ya era una mujer desnuda con bombín.

Desembarcó en otro mundo y después de buscar su sitio en pueblos de cal, siguió el rastro de la selva hasta encontrar una pequeña ciudad con casas de colores y calles empinadas. Se instaló en una amarilla de puerta azul y una gran terraza llena de geranios, desde la que se podían abrazar los árboles de la calle. Al final del patio encontró una habitación llena de jaulas vacías para hacer pescaditos dorados. José Arcadio que estaba a la sombra del castaño, le dijo que Aureliano Buendía aún no había regresado de sus guerras. Puso un cartel en la puerta y como Dolores se sentó en la terraza dispuesta a esperarlo, repartiendo entre sus vecinos cuentos y sexo por compasión. Pasaron los días y las noches y al atardecer, las colas fueron creciendo. Todas las noches excepto cuando la luna era solo un hilo decreciente, que María guardaba para Florentino Ariza y para sí misma. Con uno de los pañuelos de seda al cuello. Tocando las cuerdas de un violonchelo invisible.

Por la mañanas María limpia las jaulas y va al mercado de las frutas donde habla con los tenderos. Por la tarde vaga por el campo, durmiendo bajo los árboles. Escuchando a los pájaros que le regalan olas de viento. Nunca se acerca al mar, pero todos los días, antes de que amanezca, en un barreño de zinc lleno de agua fría, se frota el cuerpo con sal.

Le preguntó a José Arcadio: aún no llega. Y pensó en que las jaulas también necesitaban aire. Se colocó una jaula con una maceta sobre el sombrero y se hizo pajarera de plantas. Para cuando el pelo le llegó a la cintura, todas las mujeres de la ciudad la imitaban y lucían hermosos tocados. Hechos de cualquier material. Con lo que sobraba o con lo que faltaba. Como crestas: candelabros dorados, llaves antiguas, saltos de agua, bodegones de fruta, altares de santos e incluso de penes negros.

Aún no llega. Y el patio se fue llenando de gatos y de tinajas llenas de agua de lluvia. En los arriates crecieron otros cristales rotos. Para pisarlos en aquella casa sin zapatos.

A veces en los barcos llegaban las cajas con encargos de libros. Los sacos de sal. Sin cartas para el coronel mientras José Arcadio se orinaba en los pantalones y repetía su aún no llega.

Y María con su sombrero de hongo y su jaula con flor en la cabeza, se dibuja pájaros y árboles verdes en el cuerpo. Mientras regala historias.

No las escribe para no mirarse al espejo.

Otra luna y aún no llega.


lunes, 27 de octubre de 2014

El cerebro de Andrew


Repaso noticias, leo historias, me quedo fascinada con la belleza de Caddy Adzuba. Con la del desierto encontrándose con el mar. Me avergüenzo de la valla de Melilla y de todas las vallas y las fronteras. De las jaulas de oro. Me conmocionan los me gusta en noticias sobre la violencia sobre otros, aunque estos sean la escoria del hombre. El ojo por ojo, el diente por diente. Pavorosos.
Y tiro del hilo del cerebro. Soy negro porque nací de noche. Leo Cruzadas de Michel Azama interpretado por todos los jóvenes que escuchan a Caddy. Pienso en ti que me dibujas como un desierto que hace prisionero al mar. Las manos. Las lágrimas en la cara de los expulsados en una foto de Sergio Caro. Las piedras de la playa sobre el aparador de la casa sin orilla. El dolor de dentro, muy dentro. Las mujeres de Niketche de Paulina Chiziane. Sentarme en la plaza. Nadie toca mi cuerpo. Mi cuerpo es un desierto. Recordar que quiero volver a tomar una cerveza Alhambra con ese joven que no espera nada de mí. Cómo mataron a Gaddafi. La violencia en 2666 de Bolaño. Las mujeres. Me duelen. El mar. Esta noche será luna nueva. Negra. Como Caddy Adzuba. Bañarme. Flotar y flotar. Gritar que hoy no quiero cambiar más. Que no puedo sostener que me pidas que cambie y cambie. Que sea siempre otra. Que me vomites encima. Tatuarme la cara con dibujos. El pecho. El vientre. Las nalgas. Mi cuerpo. Arquearlo. Arquear el cuerpo.
Mi cuerpo es un mar. Negro como la noche con luna nueva.




Debí haber intuido que el nuevo libro de Doctorow no me iba a hacer bien. El cerebro de Andrew. En un hilo negro enredado. De Moebius. Acababa de decirle a A. que estaba cansada de simuladores. En la contraportada el protagonista decía: 'todos somos simuladores, doctor, incluso usted'. Lo interpreté como un reclamo en vez de como una alerta de huida. Y eso que A., en contra de lo habitual, me había hablado más largo que nunca. Así que aquí estoy, enredada sin remedio en la historia de un hombre loco escrito por la certeza de la locura de otro y de la que no puedo escapar. La locura como imán. Encaramándome de un salto a las rejas. Me encanta Doctorow le dije al otro A., la literatura norteamericana. Es como masticar hierba verde. Y a mí me gusta tanto hacerlo. Para purgarme.
Rujo. Porque es la voz que me sale de dentro. Sin saber si soy perra o gata. Solo sé que tengo el cuerpo cubierto de pelo. De nostalgiar. Sobre la sombra de cal que desconcho para comérmela.
Necesito un abrazo.
He pensado en acercarme de nuevo a la librería. Saltando sobre el pudor. Pedirles que me dejen dormir un rato en su puerta. Hecha un ovillo. Ajena al mundo que pasa.




Escuchar tu voz. Sentir que otra vez la piel y la carne se me quieren salir de los huesos. Dejándome en sombra. Masticando el corazón, el hígado. Confinada a una celda de La fiesta del Chivo.
Mi amigo me dice que no entiende nada: cuánto más te castiga más te engancha. Se enfada conmigo. Jugué mal mis cartas. Se enfada más. Pienso si acaso vivir la vida es una partida. No sé vivirla entonces. No tengo estrategia. No me vale ninguna estrategia. Ni la de quedarme ni la de irme.
Leo una poesía de Claudia Sbolci: ‘Aunque parezca contradictorio/una pelea ganada por abandono/puede ser el primer paso/hacia el amor a uno/a mismo/a'. Veo sus pies dejando huellas en la arena de la que crecen flores blancas.
Yo me fui. Me borré. De nuevo me dijiste que no era suficiente. No quería seguir mostrándote lo que soy. Seguir desnudándome para ti. Llena de pústulas. Abandoné. Me veo marcharme. Pero no encuentro las huellas, ni nacen flores. No soy capaz de sostener irme.
Es domingo y hace sol. La niña-mujer que tampoco consiguió enseñarte a compartir los espacios y que desapareció de ti con todo mi dolor de madre, pone las tostadas. Huele a pan.
Recojo las tiras de piel y las enrollo como unas medias caídas en el suelo.
Me trago todo. Me levanto. No sé qué decirte, amigo, no me sale el enfado, no me sale la indiferencia. Levantar el brazo con el puño cerrado de las activistas de vida. Hoy solo me sale sentirme menos. Invisible. Vacía. Sí, solo porque escuché su voz.




Lunes. El sol se paseó por la casa. El cielo ha estado toda la mañana lleno de pájaros con alas para volar. Liberados de jaulas.
He cambiado de opinión. Sin fustigarme, he trepado de nuevo al plano de mi mundo. Ya no soy mi peor enemigo. Prefiero ser yo a mi manera. He abierto la puerta de entrada y he esperado a que la sombra me alcanzara bajo el marco. La veo llegar.
Me siento contra la pared vertical. Se queda quieta. Descansa. 
Termino de leer El cerebro de Andrew. Soberbio. Lluevo letras. Ando un rato con las manos. Cabeza abajo. Formando charcos.




martes, 21 de octubre de 2014

Retazos de ciudad II


Mirándome fijamente a los ojos, me ha dicho: tú no sientes deseo y eso no puede ser. Porque el deseo es el motor de la vida.



De día, la bailarina dorada danza por toda la casa. Dibujando árboles y olas en las paredes. El aire. Con las puntas de los dedos. A veces incluso sale y entra por las ventanas, pisando los tejados del barrio en un vals vienés. De noche, se queda quieta. En equilibrio. Sosteniendo, como Nour, el cielo estrellado de la casa que se ve desde mi cama. Como casi todos, con los ojos y la boca agujereados por la vida. Por donde pasa y se oye el aullido del viento.



Me gusta el sol del mes de octubre que hace desaparecer los muros sin fronteras de los laberintos y libera a los minotauros. Para correr libres. Para embestir al aire. Sin miedo a los espejos.
Me tumbo en el suelo. Cierro los ojos al sol. Me como la hierba. Las moscas. Sabrosas. Me relamo con la lengua.



Sonrío irónica la casualidad que no existe de esta frase de Kafka escrita en el libro recién comprado de Halfon: ‘Una jaula salió en busca de un pájaro’. Miro por la ventana a la gente que pasa. Sin verla. Corro entre los árboles intentando salvarme. 
Me duelen los pezones. Me unto con sal.
La luna se pasea por la habitación desde mi almohada. Es tan bonita que tengo ganas de llorar. Aprieto el puño de la mano izquierda donde he escrito también mi nombre. Monasterio. Termino de leerlo. Siento que acabo de hacer el amor contigo. Soy hermosa. Soy un pájaro. Intentando esquivar a la locura.



A veces, cuando el día se levanta nublado, como si no quisiera amanecerse, saco la mecedora de tela de la memoria. La acerco a la ventana y me quedo un rato allí. Para adentro. Contando los pájaros que vuelan. Me pinto una raya blanca en la frente, entre los ojos, y pienso que la acaricio. Toco mis labios. Los tuyos. No dejo espacio para las preguntas ni para las respuestas que no me pertenecen. Me acuno. No dejo espacio para aparentar que me levanto y ando. Solo me mezo y me alimento de cerrar los ojos por un rato.



La luna llena que está llegando y que se cuela en mi habitación, me revuelve. Me da la vuelta. Las orejas en los pies, el hígado en el pecho. Rujo como una leona cavernaria en la ducha fría. Pienso en saltar por los tejados y encaramarme a las antenas como si fuera King Kong. Sin castrar. Mirando a través de los cristales de las ventanas. Las caras por dentro. Rujo y me saco el dolor hasta la garganta. A la altura del sexo. Lo amaso. Rujo. Dibujo tu cara. Pienso que puedes sentirlo. Rujo. Un beso un beso un beso un beso. De tripas. Un rayo que me atraviesa. Una sonrisa en los ojos de agua.



Aprovechando que llueve, escarbo la tierra.



Con tu voz sostenida en las nubes que amanecen, con las manos y con los pies, hoy he crecido un río. Abro las ventanas para poder flotar en el aire. No te salves, pienso, no te salves. Anda este río. Crécelo. Píntame la arena del vientre por dentro. Mírame. Péiname el pelo con los dedos. Bésame. No te salves. Bésame. Hasta un lugar que no conozco.


(Mujer con ventana, M.José Ramat)

domingo, 12 de octubre de 2014

Retazos de ciudad I

Por si tenía alguna duda, al abrir el maletero del coche, 'Vida y destino' de Vasili Grossman con sus más de mil y cien páginas, me ha caído como un kamikaze en el pie derecho, dejándome un moratón negro inmediato. Con forma perfecta de triángulo equilátero de esquina de libro y graffiti callejero: bienvenida.


En el reflejo del cristal de la ventana, una mujer desnuda toma café. Azul. Al aire.


Esta mañana, aún de noche, a la vuelta de acompañar a mi hija a la estación, con la cara no despierta, de cartón, un chico (dígase todo hombre que es más joven que yo y que ya son muchos), me ha dicho lo bonita que me he levantado esta mañana. Lo he mirado y me he puesto a reír sonora. Gracias, buen día. Qué sonrisa tan bonita. He seguido riendo y ha reído también él. Mirándonos, mientras nos despedíamos con los ojos. Y así he cruzado el semáforo en rojo y he bajado la cuesta: voladora. Tarareando una canción de Sabina.


Domingo. Amanece sobre las estatuas mientras yo sigo trepándolas. Anhelando compartirte los sueños. Para que nos crezcan mariposas. Siento mi vientre como una cueva capaz de contener el mundo y parirlo. Me limpio las lágrimas con las manos. Salgo a la calle.


El sentimiento que me provoca un árbol sin hojas. De paz. De acogida. De fortaleza. A pesar de su desnudez, o quizás por ella. Los árboles con hojas en invierno me tiritan frío. Bienvenido, otoño, que me desnudas, que me peinas el pelo, que me aras la tristeza. Te espero.


Hoy he sido yo la que ha atravesado las plazas. He ido a buscar vino cosechero y una planta de menta, a falta de yerbabuena que ya traeré del huerto del pueblo. Para ponerla en una maceta en la entrada de la casa. Junto con nuestros nombres escritos en un papel. Para que nos salgan raíces. Para alimentarnos de la tierra. Para tocarla con pies y manos. Para crecernos. Para brindarnos.


Releo la poesía de Herta Müller en el sofá, lápiz y pala del corazón en una mano y el '¿tienes un pañuelo?' de su madre, apretado en la otra. Con los labios pintados de rojo.


El sol entra por la ventana y se acuesta en el sofá del salón. Como si fuera una playa. Yo no puedo evitar colarme a su lado. Lenta. Como Eva al desnudo. Lenta. Mirándolo a la cara. Esperando que se me cuele y se me salga por la boca.




lunes, 29 de septiembre de 2014

La niña perro I

Desde que nació en una habitación de la casa que daba a la calle, con las ventanas abiertas de par en par debido al calor asfixiante de agosto y los dolores del parto callados, la Niña-Pedro, con el llanto de recién nacida mudo, como correspondía, supo que su mundo iba más allá del mundo de los vivos. Sin adentrarse en el silencio de quienes se han ido para siempre, su vida y sus sentidos incluirían el ir y venir de quiénes, aun estando muertos, siguen sin irse. Esperando. La capacidad de contar los días de los moribundos. La capacidad de ver por dentro, por debajo de las corazas. Atraída por una fuerza irremediable, la Niña-Pedro, medio niña, medio animal, medio perro, con sus vestidos de flores bordadas, buscaba las puertas pintadas en la pared. La piel. Los ojos. Apasionada. Un mundo abierto a lo callado pero en el que ella oía y se orientaba.

‘La mano, la mano’, le pedía a su madre con la suya extendida. A través de los barrotes de la cuna. Antes de dormirse o cada vez que despertaba en la noche. Fue lo primero que aprendió a decir. Dame tu mano. Cógeme de la mano. Intentando anclarse a la luz. Traerse de vuelta, no perderse en el mundo de los sueños y la espera.

Hoy se recuerda tendida, con los ojos muy abiertos. Buscando. Estirando el miedo hacia quienes sabe no estarán siempre para salvarla. Por eso ahora acumula cojines en el suelo. Donde duerme. Al lado de la cama. Para no caerse sin regreso al abismo.

Siempre escuchó que era rara. Y se acostumbró a serlo. Al silencio. A guardar imágenes, olores, sabores, colores en los cajones de su memoria. Dibujando con ellos a las personas. En dos dimensiones. La de fuera y la de dentro de su cabeza. Paralelas. Necesarias para respirar. Como abrir los ojos dentro del agua.

Mucho antes de leer la historia del coronel frente al pelotón de fusilamiento, la Niña-Pedro que se llama un olvidado Clara, quedó atrapada en la imagen de la nieve en el patio de su abuela paterna. A un lado la nieve, al otro ella. Luego llegaría llevarse a la boca la tierra de las macetas, morder la hierba y tocar los troncos. Para seguir viva. Como cerrar los ojos al viento.

Su abuela materna había llorado en el vientre de su madre. Por eso, aunque no tenía nieve, tenía sonrisa y manos. Y pies.

Esta niña es rara. No habla. Como un perro. Invisible.

Un día, cuando apenas tenía dos años, la encontraron entre los hombres y las familias que desenterraban cuerpos en el cementerio viejo. Dicen que se había perdido y que su madre le pegó por hacerlo, pero ella se recuerda estando donde quería estar. Subiendo los escalones de la entrada. A la gente hablando. Una falda de cuadros de mujer a ras de vista. Como un asidero. La tierra removida. Los zapatos. 

Esta niña es rara. Se esconde de la gente. No quiere saludar a nadie.

Mucho antes de leer la historia de Rebeca que miraba detrás de otra puerta y de rachear el cielo en el vuelo empicado de la milana bonita. Para gritar.


martes, 16 de septiembre de 2014

Los tejados de gato

En la plaza, una mujer llora sentada en la fuente. Con el agua mojándole los pies descalzos. Me hubiera gustado sentarme con ella. En silencio. Solo para que estuviéramos cerca la una de la otra. Celebrando un mundo donde con las manos se hacen vasijas con lo que pasa por dentro. De barro. Donde podemos abandonarnos al abrazo. Donde los adoquines no asfaltan la piel.

Necesito ponerme en agua con el esqueleto de madera nuevo. Para volver a hincharnos y ocuparnos. Para volvernos a nuestro tamaño. Como mi padre hacía con la azada del campo. De usarla. De no usarla.

Desde las ventanas de la casa, veo los tendederos de ropa y la escalera del edificio con todas sus historias de tiempo en los rellanos.

Desde mi cama, he lanzado una cuerda para unir nuestras ventanas. Vuelvo a no dormir. Las nubes pasan y pesan. La luna no se ríe. Duele.

Necesito cortar la cuerda de tripas. Para que en la casa vuelva a entrar el aire y podamos ver el color por encima de los tobillos. Por encima de donde se mueven los pies y habita Nana. Ay, la niña chica.

Tripas.

Hoy en la casa de enfrente he visto un gato. ¡Gato! ¡Gato! ¡Gato!, le he gritado. No sé por qué lo he hecho. Quizás porque no puedo dejar de asomarme a los tejados, imaginando que los salto hasta alcanzarte. ¡Gato! Gato! ¡Gato! Como una funambulista sin rabo, ni pelo, sin ojos redondos.

Vuelvo a estar cansada. Pero no puedo permitirme desaparecerme otra vez. Ahora que tengo el esqueleto de madera nuevo. Ahora que por fin puedo flotar en el mar y que me aventuro a gritar al aire como una mujer loba. Ahora que bailé al escuchar la música. ¡Gato! Gato! ¡Gato! Busco las frases que me apuntalan. Me repito lo que no quiero sentir que soy. Una ladrona de luz. De energía. Una cárcel. Una mala. Una fea. Una sobra.

Miro las nubes en el cielo. Desato las cuerdas invisibles y me meto bajo las sábanas. Escucho la ciudad a gritos mudos en los oídos. Cierro los ojos. No quiero volver a sentir el miedo. Tengo esqueleto para andar. Me crecieron las manos y los pies amputados. Me creció la voz. No quiero volver a sentir el miedo. ¡Gato! Gato! ¡Gato!

He puesto los cuadros y las piedras, las caracolas de mar. La playa de las tortugas. Los palos y las ramas secas en los floreros. Las velas y el árbol de los deseos. La llave de la vida. La niña que baila. La mujer que se toca el cuello. Ya anda el elefante de Saramago en su viaje y las niñas siguen asomándose a través del cristal de un coche.

He puesto el cojín-padre sobre la cama.

He puesto el mandala azul en la pared.

Limpié la casa y he puesto todo lo que soy.

Estamos nosotras: la hija y la madre.

No quiero volver a tener miedo de lo que soy.

¡Gato! Gato! ¡Gato!

Quiero quererte tanto.

Quiero sentarme en la fuente de la plaza. Y llorar y mojarme los pies si es de lo que tengo ganas. De pena o de risa. Con el esqueleto nuevo. Flamante. De madera de barco.




miércoles, 27 de agosto de 2014

El regalo de 'haceaños'

Es difícil nacer con voz cuando te paren en una habitación con ventana abierta a la calle. Contenida. Muda. A ras de la acera, de los oídos de los pasos.

Cuando me nacieron en la cama de mi abuela, no lloré al respirar, ni al verme el cuerpo flaco y largo que luego vería mi padre. La niña tiene los pies muy grandes. Contenida. Muda. Atada a mi madre por el cordón umbilical y por un fino e invisible hilo de lealtad que no supieron cortar. Ni yo tampoco.

Cuando me nacieron en la cama de mi abuela, casi en mitad de la calle, con la boca tapada, no se me ocurrió otra cosa que usar los ojos y las manos.

Y así seguí. Observando, como el coronel, la nieve desde el otro lado de la luz. Desde el muro del silencio de dentro. Desde los libros.

Ayer me desperté temprano. Como siempre. Aún de noche. Pero no me puse la rebeca y bajé a la cocina a hacerme el café, ni me tendí en la hamaca a leer hasta que el sol se levanta sobre los álamos esquinados y la tórtola blanca y gris se posa sobre la antena. Me quedé un rato acurrucada en la cama. Bajo la otra ventana. Sin quererme nacer al día de mi ‘haceaños’. Deshojando la esperanza de un mensaje en el teléfono. Con el ay por dentro y los pies todavía muy grandes.

Amanece. Ya está bien, mujer. Me levanto. Me saco el ay por la boca y me lo guardo como un pañuelo en el bolsillo. Me anudo una sonrisa.

En la escalera, mi regalo de cumpleaños ha salido a buscarme. Una cinta blanca, sujeta con piedras de playa, lo anticipa desde el escalón más alto. Escrita. A mano. No puedo creerlo. Los ojos. Bajo despacio, peldaño a peldaño. Leyendo la cinta. Descalza. La cinta tuerce hacia el patio. Sobre la hamaca, el dibujo inconfundible de Siete Soles sobre la portada de mi propio Memorial del convento. Gracias. Qué hermoso. Gracias.

Ya preparado para el viaje junto a Cien años de soledad, una rosa amarilla recién cortada en el pelo y un quimono de seda. Hasta el final. Blimunda. Desde el principio.

La cinta decía esto:

‘Muchos años después, frente a pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía … Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados … Pequeña rosa, rosa pequeña, a veces diminuta y desnuda, parece que en una mano cabes …En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme … ¡Tom! No hubo contestación. ¡Tom! Tampoco hubo contestación … Con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar sino vuela … A su hermana, la Régula, le contrariaba la actitud del Azarías, y le regañaba y él, entonces regresaba a la Jara, donde el señorito …  Sin querer me metí en una utopía y no pude salir. Íbamos hacia el cielo, el mar, el monte y no pude salir … El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen … Las calles de Buenos Aires ya son mi entraña … Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía, Lo-li-ta … La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso empujaba nubes blanquecinas … Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos … ¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme viniendo por la rue de Seine … Si de verdad les interesa lo que lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací … Platero es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón … Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo … Las familias felices son todas iguales, las infelices lo son cada una a su manera … Era un viejo que pescaba sólo en un bote en la corriente del golfo … Si soy el héroe de mi propia vida o si otro me reemplazará … Llamadme Ismael. Hace unos años, no importa cuántos … El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las cinco y media … Hoy a muerto mamá. O quizá ayer, no lo sé … Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes …  Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo … La mañana del 16 de junio de 1904, salía de su refugio en Dublín Leopold Bloom … Mi táctica es mirarte, aprender como sos, quererte como sos’.

‘Mi táctica es quererte cómo eres. Sin cambios. No tengo estrategia’.

Una cinta de frases que empiezan libros. Como los besos en la boca de Cinema Paradiso. Mudos. Como los trozos recogidos otra vez de uno mismo.

Emocionada. Contenida.

Descalza.

Mientras alguien en un lugar de mi ensueño de vendedora de fósforos sobre otra nieve, me canta Las mañanitas.

‘Don Juan, quinto de este nombre en el orden real, irá esta noche al dormitorio de su mujer, …’.

Hasta el final. Blimunda. Desde el principio. Con ojos y manos.

Con boca.



lunes, 11 de agosto de 2014

Poesía a mano VII


                XXXVIII

Tengo sed.
Tengo hambre.
Me miro en el reflejo de los cristales de paso.
Dibujo el contorno de la piel en los huesos.
La cintura.
Las caderas.
La cara es una sombra ya borrada.
Afortunadamente.
Tu cara me quita las ganas.
Perfilo mi silueta en el reflejo de la puerta.
Los hombros.
Los brazos.
Me trago la hiel del no deseo que te despierto.
Los labios.
La lengua.
Mi cara.
Me la toco con las manos.
Tengo sed.
Tengo hambre.
No puede ser, mujer. No le gustas.
Me retuerzo el estómago.



XXXIX

Atravieso estepas de viento.
Las ráfagas aúllan.
Sin tregua.
Camino descalza puentes inventados.
Sigo con la mirada
la hilera de hormigas sobre las tablas.
No las reconozco.
Estas no son mías.
No las nacieron mis pies.
En la mochila,
el agua de una botella para la sed,
me traslada con su sonido 
a un muelle de barcos.
Con las velas recogidas.
Es extraño.
Transitar a un paso los puertos
y a otros los páramos.
Transitar el dolor aferrada a los sueños.
Sin tregua.
Camino descalza.
Sigo con la mirada
la hilera de hormigas
que han dejado otros.



                XL

Las horas del día pasan 
entre los libros de las manos.
Y luego los días completos.
Entre el dolor de la mañana,
la desesperación de la tarde,
la tristeza de la noche.
Entre los dedos.
Acunados en la hamaca del patio,
mientras la hija ríe.
Mientras las plantas trepan el aire.
¿Acaso se acuerda alguna vez de mí?
Sacudo la cabeza.
Aprieto los ojos y los dientes.
Aprieto la garganta.
No puede ser.
No puedo imaginar lo que siente.
Si como me decía soy algo tan malo,
tan oscuro que se traga la luz,
un sumidero,
no quiero saber lo que siente.
Lo que siente. Lo que siento.
Por la mañana. Por la tarde. Por la noche.
¿Acaso se acuerda alguna vez de mí?



                XLI

He mirado a los ojos a la tristeza.
Me ha conmovido dentro.
Tanta tristeza nueva.
La he mirado,
dispuesta a encontrarle su camino.
He mirado a los ojos al apego.
Me ha provocado compasión.
Tanto apego viejo.
Lo he mirado,
dispuesta a soltarle de la mano.
Me lloro a mí misma con el cuerpo.
Con los ojos secos.
Surcando el ombligo.



                XLII

Pelo malo.
Ojo malo.
Pecho malo.
Vientre malo.
Sexo malo.
Pie malo.
Dedo malo.
Todo lo que puedo ofrecerte
es malo.
Fuera malo.
Dentro malo.
Pozo malo.
Sueños malos.
Llanto malo.



                XLIII

Te he bañado para despedirte
con un jabón nuevo 
que no huele a almendras amargas.
Te he lavado todo el cuerpo.
Con cuidado.
El pelo.
La barba.
El vientre.
Las piernas.
Los pies.
Sumerjo las manos en el agua tibia
y las dejo nadar como peces.
Cierro los ojos deseando dormir el tiempo.
Te he bañado para despedirte.
Te he ayudado a vestirte
con la camisa de rayas azules.
Te he peinado.
Te he puesto la colonia que no huele a viejo.
Te toco el cuello de la camisa.
Bien puesto.
Te beso los ojos.
Te beso la boca.
Te toco la cara y el pecho.
Sobre la camisa de rayas azules.
Planchada.
Para despedirme.



                XLIV

Te busco en las fotos
se me está olvidando tu cara.
Yo que te había elegido compañero.
De vivirnos juntos.
De reírnos juntos.
De escucharnos juntos.
De bailarnos juntos.
De caernos juntos.
De cuidarnos juntos.
De morirnos juntos.
Buen día, compañero.
Yo que te había elegido compañero,
que te aprendí los rincones
y las habitaciones vacías,
las atestadas de ídolos y máscaras.
Yo que te había elegido compañero.
Para quererte siempre.
Se me está olvidando tu cara.
De no verte.



                XLV

Ya no quiero escribirte más
esta poesía a mano.
Estoy cansada de esta boca pozo.
De ahogarme en la garganta.
De aferrarme a los barrotes.
De mirarme a los espejos.
De estas manos mordidas.
De estos pies rotos.
Estoy cansada de que me duelan los ojos
metidos para adentro.
Tengo voz.
Grito.
Voy a construirme una balsa de escape.
Con los palos atravesados en el estómago.
Amarrados fuertes.
Con los dientes.
Voy a vomitarla.
Tengo voz.
Tengo deseo.
Tengo sueños.
Grito.
Grito.
Grito.



                XLVI

Tengo voz.
Grito.
Tengo cuerpo.
Deseo.
Tengo pies.
Tengo manos.
Tengo sueños.
Grito.
Alma, mujer, alma.
Canta, mujer, canta.
Sueña, mujer, sueña.
Cuenta, mujer, cuenta.
Grita, mujer, grita.
Ríe, mujer, ríe.
Anda, mujer, anda.
Viva y desnuda.
Levanta tu casa.
Sin sombras.



                XLVII

Tengo voz.
Amo.