Mientras la televisión ocupa el salón de la casa con un
partido de fútbol, yo me retiro a la habitación. El fútbol, de una manera u otra, siempre me trae a Buscapé, el superviviente de Ciudad de Dios, el niño
que soñó con escapar de su ciudad de pasos rápidos, haciéndose fotógrafo. Me
repito en salmodia: ‘en Ciudad de Dios se juega al fútbol’.
Huyendo de mis propias victorias o derrotas, no consigo leer. Alcanzo un
libro de pintura, ’69 historias de deseo’, que me sumerge en el silencio aunque
detrás de la ventana abierta, la calle siga rugiendo goles. Como si los sueños aunque
sean propios, siempre se cumpliesen en otros. Repaso en un gesto ralentizado
por el hambre, el museo pintado del imaginario erótico masculino, sin un hueco
para la pobre caricia, para el simple beso.
Me observo sentada en la cama. Dios levanta ciudades para
luego olvidarse de ellas. Cierro el libro y espero sin prisa a que Buscapé
vuelva a rescatarme del sonido de las balas. Incluso de las que matan. Alargando
el silencio de dentro. En un cuadro no pintado. Donde no me lavan el pelo con
agua que escurre.
Acaba el partido pero los coches y la cerveza siguen gritando.
Hasta que amanece y me levanto del tiempo del soñar con los gestos alargados
como sombras. Encender la máquina del café, poner la radio, mirarme la cara en
el espejo por si acaso me he equivocado de mí. Los brazos interminables. A veces
ocurre: extravío los huesos.
Me ducho, lavo la ropa y la tiendo sobre los alambres que
delimitan la calle realidad. Es domingo. Hoy mi cima será ir al rastro. Desde donde
yo puedo llegar.
Me cuelo en la periferia de los puestos de antigüedades y me
convierto en ojos de cajas de lata, de ventanas y mesas de cocina antiguas. Paseo
entre las cucharas y los platillos de porcelana como si fuera de aire. Me gusta
la figura de barro de una mujer que lee pero que no compro. Me da vergüenza
preguntar el precio de las cosas. Hago fotografías mentales de los vendedores y vendedoras de empeños detrás de cada uno de
los tenderetes extendidos por los años. Tomo conciencia del mutismo de las
afueras abarrotadas. Siempre el silencio. Miro alrededor. Tengo necesidad de
sentarme: me conmueve estar rodeada de personas ciertas, de sus historias vivas,
de su dignidad expuesta. De nuevo invitada a pasar
las hojas de un libro hondo, donde no hay prisa.
Busco a tientas las paredes de un camino y me cuelo
en una tienda de dulces. El dueño me regala una chebakia. La como para no desaparecerme. Con una sonrisa agradecida le compro pan. Preparada para subir la próxima montaña. Sin saber cuando llegaré.
A la salida te busco de nuevo. Cualquier día vendrás conmigo, Buscapé. Traerás tu cámara infinita. Como
dice la samba que ya apenas bailas: que
la vida no es sólo eso que se ve / es un poco más que los ojos no alcanzan a
percibir.
No siempre se ve todo aquello que sentimos, y no siempre sentimos todo aquello que vemos.
ResponderEliminarGracias. Sin duda, es como dices. Releo esta ciudad de dios. Siento la misma sorpresa que entonces al mirarme al espejo y descubrir mi cara. A veces sin ojos, otras sin voz. Con una cicatriz cierta en la mejilla derecha. Cortada a navaja. Pero ya no quiero seguir buscando por más tiempo a Buscapé. Quiero abandonarme a la certeza de que algún día, si así tiene que ser, nos encontraremos por la calle. Cada uno con lo suyo. Y me has recordado que tengo que volver a comprar esos dulces árabes que tanto me gustan. Un abrazo
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