Ilona estaba en mitad de la plaza. Con su gabardina y su
sombrero. Sus medias de cristal y sus tacones bajos. Como el personaje de una
obra de teatro. Haciendo charcos de agua en las baldosas. Debajo de un paraguas
rojo. Así le había dicho que la encontraría. Podría haber esperado debajo de
los soportales pero prefería la certeza de la lluvia que llegaba verde desde el
monte y el bramido del viento que se escapaba del mar de al lado. A la vuelta
de la esquina. Llevándose la memoria. Aunque no lloviesen peces.
Si hubiera sido verano, lo hubiera esperado descalza. Pero también
habría llovido.
Llevaba una maleta pequeña. Un equipaje ligero. Sin cámara
de fotos. Como siempre. A Ilona le gusta mirar con los ojos.
A ratos se pregunta cómo será eso de viajar con un
desconocido. Ser a su vez desconocida. Luego lo aparta y no lo piensa. Y los
nombres quedan sueltos, suspendidos como aves.
Para que pueda reconocerlo, él llevará también una bufanda
roja al cuello. Y una cámara. Como siempre. Es fotógrafo y le gusta mirar a
través de los espejos.
Ella le había escrito que estaba segura de que si lo
acompañaba se enamoraría de él. Él le había contestado que también estaba
seguro de que así sería. Ilona rió. Fuera de todo manual.
Habían quedado en la plaza. Él la recogería. Primero irían a
visitar la playa que Ilona imaginaba desierta, sin poesía ni plumas caídas. Se
sentarían en la arena, mojarían las manos en el agua. Se dibujarían el rostro
con lentitud. Como quien lava los pies a otro. Para salvarse
de sí mismos. Luego irían a visitar las tumbas de los inmigrantes anónimos del
cementerio: inmigrante de Marruecos, inmigrante de Costa de Márfil,… Sin vida y
sin nombre. Dos entierros. Siempre la sal de los sueños.
Pasarían la noche en un hostal modesto. Antes de cruzar el
Estrecho. Ella esperaría leyendo hasta que él se durmiera. Se metería
silenciosa en la cama e invocaría al fantasma de las noches previas a las partidas.
El que duerme los días en los barcos amarrados a los puertos.
Al otro lado les esperará Tánger y los lugares malditos de
Chukri. Sus calles, sus zapatos, su tumba y el color azul que no sé lo que
significa para ti. La harira. La otra plaza. Él fotografiará todo. Los rostros.
Ella buscará las puertas para dibujarlas. Cada uno su propio mapa de emociones.
¿De qué color?
Pasarán cuatro noches juntos.
La primera, después de cruzar el Estrecho, Ilona esperará leyendo hasta que él se duerma. Se colará entre las sábanas e invocará
al fantasma de las noches de las llegadas. El que duerme los días a las puertas
del desierto.
Amanece. Les espera el desayuno en el patio. Fuera la
ciudad se despereza. Por primera vez se miran a los ojos. Se sonríen. Él sigue
llevando su pañuelo rojo. Ella se ha pintado apenas los labios.
Afuera el bullicio, las otras esquinas, las tiendas
abiertas. Él sigue fotografiando sombras. Ella sigue buscando nidos de
cigüeñas.
La tercera noche están cansados. El cielo se ha nublado y no
deja ver las estrellas ni los barcos. Ella no esperará despierta. Se acuesta al
tiempo. Vuelve a llover. Esta noche no llegarán los fantasmas.
Amanece. Ilona ríe mientras toma el té. Los ojos llenos de mariposas. Los nombres anudados al pelo. Su
paraguas rojo apoyado en el quicio más cercano del escenario. Afuera los pasos. Las ventanas
angostas. Coge un trozo de pan solo y se lo lleva a la boca. Le gusta. A secas.
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