martes, 11 de octubre de 2016

Lumbrarada

‘En el mismo lindero del monte se encontraron, mirándose con sorpresa, porque no se conocían…’

Se encontraban desde hacía tiempo, pero ella tenía tanto miedo a sí misma, que se empeñaba en seguir diciéndole que no lo conocía. Iba hasta su casa, comía de su mano, lamía sus dedos pero se empeñaba en seguir manteniendo su piel de animal callejero. Incluso, acostumbrada a huir de las puertas, había sacado la casa a la plaza, deshaciendo las paredes, desmontando las estanterías. La cama, el sofá, ocupaban el espacio de los bancos con nombre.

Ella se aseguraba de que en su casa siempre fuera viernes, el día en que acumulaba los cansancios. Aun así, cuando llegaba, con un anhelo más grande que su cobardía, se descalzaba y se quitaba los pendientes, su tocado de jaula vacía de pájaros. Los dejaba sobre la mesa, comprobando que seguían siendo círculos. Que la puerta podía abrirse. Era su verdadera desnudez. Hasta donde era capaz. Los pies descalzos de sonambulista. Las orejas sin aros. Sin equilibrio. Pero la puerta preparada. Para salir corriendo. A partir de ahí el resto era solo piel de fuera desde la que intentaba recuperar su cuerpo.

Estaba agotada. Tumbada boca abajo en el sofá sentía los dedos llenos del plomo de las balaceras de dentro. El peso de la invisibilidad de las alas. Estaba tan agotada que se le escapó la casa, que se recogió para su sitio. Con la cara aplastada sobre el cojín, solo pudo tararearse mentalmente una canción. Para seguir viviendo. Él, que la miraba cerca, con un cuidado infinito, le puso palabras a su canción del traidor. Y así, besándola en la boca como si tuviese sed, con la voz, ella pudo ver el color de los muebles y de sus plumas, y se durmió soñando que amaba. Que tras la ventana habían puesto una playa. Y en la playa una hoguera en la que ardían la jaula vacía y su piel de afuera. A tientas le lamió los labios y le supieron a mar. Y a partir de ahí solo fue capaz de recordar que nadaba y nadaba. Profundo. Con los ojos abiertos debajo del agua.

Despertó sin ropa, acurrucada en su forma hecha de perro. Tengo que irme. Me visto y te acompaño.

Por el camino, en un amanecer alargado, ‘que no terminaba nunca’, rozándose las manos, le susurró al oído, un ‘buena lumbrarada la que hemos armado, mujer’.  Y ella supo que le sonreía el vientre. Pero no podremos tener hijos. Y eso por qué.

Y no añadió nada. Porque ya no estaba segura de sus años ni del tiempo que estaba recorriendo.




Lumbrarada es un cuento de Emilia Pardo Bazón. A él pertenecen los entrecomillados.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Historia de una escalera

Hoy volví a desayunar a la cafetería de los ojos, donde me siento a disfrutar de lo conocido, de lo cotidiano. La ventana del fondo abierta a la plaza. Saludos de buen día y preguntas de cómo están. Café con leche desnatada templada y tostada de pan de cereales. Con dos de aceite. Al tiempo que con dos dedos remarco lo importante que son para mí esos dos de aceite. Dos. Mis manos hablan. A veces tienen más voz que yo. Otras no. Mis yemas de los dedos escuchan. Mis ojos escuchan. Cuando no inventan.

La mesa redonda al lado del banco corrido sujeto a la pared está libre. Le paso la mano por encima. Como si estuviera viva. Acaso me reconoce como yo a ella. Estoy de vuelta. Siento la presencia de los ojos de Rebeca pintados en la pared del edificio semiderruido de la plaza. Su compañía. El sonido de su falda larga en la oscuridad del umbral. Entra su mirada por la ventana. Pero nunca se sienta. Sonrío a Rebeca. Por si acaso ella también me ve.

En la mesa de la izquierda, hay un chico en blanco y negro con un cuaderno de notas abierto. Las notas están ahí sin más cometido que las de estar. No suben, no bajan. Solo están. ¿Desde cuándo? Él no levanta la cabeza del móvil.

Enfrente hay un chico con un flequillo cuasi imposible. Lleva puesta una camiseta muy blanca. Parece de cartón. También mira el móvil.

A la derecha hay otro chico con dos perros. Uno está por dentro casi a mis pies y ha movido algo parecido a un rabo cuando me he sentado. El otro está fuera. Uno dentro, otro fuera. Son bulldogs británicos. Extraño triángulo. Creo que tomó café y tostadas. Ahora mira también el móvil y no sé si existe.

Rebeca bosteza su soledad.

Han entrado dos chicas. Una lleva un vestido realmente feo pero que a mí me gusta. Por la rodilla, con mangas como abullonadas. Cortado a la cintura pero sin ceñirse. El pelo muy corto. Rebeca se pone a su altura e imagina su delgadez dentro del vestido negro y con flores lilas. Su pelo mal recogido. Se toca el cuello. Creo te quedaría bien. Me gusta. ¿Te has fijado en sus zapatos? Pero a mí me gustan. Con calcetines también lilas. Todo está previsto en su dejadez, Rebeca. Me gustan las mujeres que se visten de hombre. Como si fueran atemporales. Suelen resultarme femeninas. Y si yo pudiera vestirme también así. Sería más visible. Ven, siéntate, un rato conmigo. Nadie se llevará tu trozo de pared, la casa desvencijada. A veces es preciso cambiar el sitio desde el que se mira quién entra y quién sale. Pero Rebeca ya no me oye. Ha vuelto a traspasar el cristal.

Me gusta el pan con aceite.

Entra una señora de unos sesenta años. Es hermosa y viste con cuidado su desenfado cromático. Me gustan sus sandalias. Es actriz. Saluda, me mira y me invita a reconocerla. Pero solo sé qué es actriz. No me esfuerzo en buscarla, da igual. Ella solo busca ser visible y yo la miro. Se sienta en la mesa de enfrente que ha dejado el joven de la camiseta blanca que ya se fue. Sé que eres actriz.

También se va el hombre de los dos perros. Coge en brazos al que está por fuera para colarlo dentro. Parece pesado. Supongo que antes debió hacer un esfuerzo igual para subirlo. Qué lío. Qué raro. Como no puede ser de otra manera se enredan los tres y la mujer actriz que los mira por si acaso ellos pueden reconocerla, sigue sin nombre.

Uno de los perros es macho. Porque tiene testículos. El otro es una hembra. Si hay parentesco entre ellos me niego a imaginármelo. Los dejo ir. Salen.

Sorbo el último café y apuro la espuma con la cucharilla. Es la parte más azucarada y la que más me gusta. Cierro los ojos. Me gusta sentarme aquí. Reconocerme, encontrarme en lo cotidiano. Dejar de ser acaso una espectadora de mí.

Recojo el plato y la taza. Limpio la mesa en un ritual. Sonrío. Como si anduviese descalza. Paso la mano por encima. Los ojos de Rebeca vivos en la pared. Ella detrás. La falda larga. Me toco el cuello.

Hasta otro día. Gracias.


miércoles, 31 de agosto de 2016

Apuntes de un viaje


Un día.

Esquina. Café. Ventana. Pasa la gente, los coches, el tranvía.

Suena música. Voz. ‘Es una cover’, dice la hija refiriéndose a la canción. Ella no sabe qué es una ‘cover’.

El cristal crea un escenario palpable del mundo. Ajeno. Música. Necesita un café.

Llega el café. La espuma forma una hoja. Todo el tiempo ha pensado en lo mismo pero no quiere plasmarlo. Para que no pese. Para que no exista más en su garganta. Para no sentir que acosa.

Ventana. Calle. Ruido. Lejano. Los edificios cercanos al cementerio judío nuevo estaban llenos de agujeros de metralla. Armas de liberación. Disparos. Fachadas. Ventanas. Crecen las orquídeas. Las cortinas son de encaje blanco. Visillos detenidos en el tiempo. Enmarcados.

La vida enmarcada. Escenarios. Se enfría el café. Música.

‘La ventana parece un marco’, dice la hija.

Música. Solo piensa en desnudarse. El café se enfría. Bailar desnuda. Invocar las manos. Como si esculpiesen la piel. Cuello. Música.

La cucharilla del café tiene forma de pala del corazón. Deshace la espuma. 'Todo lo que tengo lo llevo conmigo'. La hija canturrea la música. El marco. La piel. Las manos. El cuello. El cerebro insistente.

Mira hacia la ventana. El paraíso en la otra esquina. El paraíso en un abrazo. En la cama de un domingo temprano. Descuenta los pasos. Sonríe. Música. Ritmo. Calor. Deseo.

El café está agrio. Le cuesta poner azúcar blanco. Los granos de azúcar blanco como disparos. Cierra los ojos. La hija dormita apoyada en el bolso sobre la mesa.

Mira hacia la ventana. Aire de ciudad plastificado.

Su vida gira alrededor del pulso marcado por el hueco del vientre. La pala del corazón. Incansable. Rendida. Mecánica. Dispuesta. Exhausta.

La pala del corazón escarbando palabras. El agujero. Los ojos para adentro. El hueco conecta con los ojos de dentro.

Se toma el café.


Otro día

Sentada en los escalones de una plaza. Su hija lee al lado. Los dedos de los pies fríos. En sandalias. Escribe en azul sin nada que contar. El paso de la gente. La imposibilidad de ser extranjera. El extranjero de Camus. Una chica rubia tira una colilla al suelo limpio. En el suelo regado se han formado charcos.

Le lloran los huesos de la cara. Le tiemblan los pómulos. Hace tiempo que no llora de ojos. La imposibilidad de llorar por fuera en uno mismo.

Le asalta de nuevo Tombuctú. La presión en el pecho que le provocan sus idas y venidas por la autopista. El estallido sordo de una paloma atropellada por el coche que no frenó. Demasiadas palomas.

Repasa las paredes estucadas en marrón oscuro, las velas encendidas. La mesa. La silla. Alguien escribió un ‘esperando a Godot’.

Con frecuencia no consigue respirar. Se asfixia. Piensa si quizá termine muriéndose de una enfermedad pulmonar comandada por su cerebro.

Perro come perro. La gente pasa. No pasa nada. Todo alrededor resulta agresivo.

Siente de nuevo la presión en el esternón. Ese fiel amigo. Piensa en el miedo y no lo encuentra. Su miedo es minúsculo en un mundo de miedos y sufrimientos grandes que viajan en barcos.

Sus nalgas empiezan a enfriarse en la piedra.

Quizá este viaje sirvió para eso. Para medir el tamaño de su miedo.

Llama a Tombuctú que se acerca. Lo amarra. ‘Deja de jugar a ser un perro sin sitio’.

Piensa si acaso no sería mejor dedicarse un rato a llorar con ojos y luego a reírse de buena gana. Su agua conoce los surcos.

Pasa el flautista de Hamelin. Música. Pasa y ella no se va detrás. Es alta. El pelo largo. Otra vez crecido.


martes, 12 de julio de 2016

La ropa nueva

En mi casa no existía dios, pero sí los pecados y las culpas.

Si nos poníamos enfermos, la culpa la tenía siempre mi madre. De todo: de un resfriado, de un dolor de estómago, de una caída. Mi madre era la culpable. Y si mi madre era la culpable, nosotros teníamos la culpa. Porque luego llegaría mi padre y culparía a mi madre, que nos culparía a nosotros. Así que nos reñían si nos poníamos enfermos. Si tenías fiebre, riña. Si vomitabas, riña. Si te dolía el estómago y quiero que venga mi madre, tu madre llegaba y te gritaba porque no tenías derecho a quejarte de un dolor de estómago. Incluso cuando creías que te ibas a morir, llegaba tu madre y te escupía palabras. Qué poco consuelo de madre. Abuela, llama a mi madre que me duele mucho la barriga. Y llegaba mi madre. La de verdad. Con sus culebras y piedras por delante. Sin canciones ni flores. Mi madre.

Yo lo oía decirle siempre: tú tienes la culpa. Todo el tiempo, en la fragua, golpeando. Forjando culpas. La culpa conformaba el andamiaje de la casa en el que nosotros estábamos ensartados. La culpa al atravesarte te provocaba tanto dolor que era impensable deshacerla. No había fuerza de manos capaces de arrancar una culpa de la garganta.

A veces a mi madre le dolía algo y se le ponía la cara pálida, amarillenta. Cerraba la boca y era imposible averiguar qué le pasaba a mi madre. 

Tu madre está en el hospital. Ha tenido un aborto. Yo no sabía qué era un aborto. Porque se perdía algo que yo ni siquiera sabía que estaba. Eso fue la primera vez porque luego ya lo supe.

Como era domingo, nos pusimos la ropa del domingo. Era la ropa que mi madre nos había comprado para todos los domingos del otoño y del invierno. Mientras hiciese frío. Con tremendo esfuerzo. A los dos iguales. Un pantalón de pana marrón y un jersey de canalé beige. De cuello alto. De lana. Era nuestra ropa más nueva. Era la única ropa nueva. Que seguiría siendo la ropa nueva aunque hubiéramos alcanzado la primavera y nos la hubiéramos puesto todos los domingos y los festivos. La ropa nueva siempre era ropa nueva. Aunque estuviese muy usada. Como los zapatos. Los únicos zapatos eran los zapatos nuevos. Cuando se te gastaban del uso, ya has roto los zapatos nuevos. Cuando te ponías una bolsa de plástico que crujía para no mojarte los pies cuando llovía o para no tener tanto frío, no hubieras roto los zapatos nuevos. La bolsa era como un lastre de plomo por dentro. Un sumidero de vergüenza. No enseñar las suelas para que no se den cuenta. Pero sobre todo, que no se oiga el plástico. Que no cruja.

Y luego llegaba con los pies empapados. Con los dedos blancos. Como garbanzos. Porque esas bolsas que mi madre se empeñaba que nos pusiéramos no servían de mucho. Y no te vayas a resfriar que luego tu padre me echa a mí la culpa.

La culpa. La culpa.

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

En mi casa no había religión ni curas, pero estaban todas las culpas. Y nosotros teníamos todas las culpas. Y yo más que mi hermano.

Era domingo y nosotros nos pusimos la ropa nueva. Por la noche mi hermano no podía quitarse el cuello alto. Se le atascaba la cabeza. Se ahogaba. Un único intento fallido colmó la paciencia de mi padre. Cogió unas tijeras y le abrió el jersey nuevo y único de los domingos de ese invierno. De arriba a abajo. A tijeretazos mal dados. Mientras maldecía aquellos jerseys. Yo estaba parada al lado. En silencio, como siempre. Ni siquiera pude intentar quitarme el jersey. Me metió las tijeras. Y ahora que tu madre compre otros jerseys iguales.

Como si mi madre pudiera comprar otros jerseys. Otros saquitos. Porque en mi pueblo los jerseys eran saquitos y los pendientes, zarcillos.

Y fuimos todos los domingos con los jerseys zurcidos. De arriba abajo. En zigzag. Porque mi padre cortó bien ladeada la lana.

Creo que a mi madre le dolieron más los jerseys rotos que ese aborto que le había dejado la cara muy blanca. Sin mariposas.

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

                                                                    (Eduardo Chillida, Mano)

domingo, 3 de julio de 2016

El laberinto mágico

Retomo este cuaderno después de meses sin encontrar el camino que me permitiese escribirlo. En su momento, nació del empeño de mi amigo Carlos, que veía en mí lo que yo no era capaz de ver. Todavía hoy no deja de regalarme ventanas.

Esta mañana me envió este mensaje: 'En las profundidades del invierno finalmente aprendí que en mi interior habitaba un verano invencible' (Albert Camus). Con un añadido. 'Te regalo mi frase de cumpleaños'.

Hoy es su cumpleaños. He pensado en hacerle el regalo de escribirle. A modo de guirnalda de baldosas amarillas. Continuando la conversación iniciada. Como si estuviésemos en su terraza con luna. 

El escenario era una playa de arena negra. En la primera escena sin darnos tiempo al aliento, un toro dibujó un Guernica en el aire. Un hombre toro embestía el espacio. Atado a una cuerda que dirigía otro hombre. Al cabo de la suerte, su bramido de muerte entre la gente que corría y los sacos terreros de las barricadas, era el de un animal inconsolable. Como hace mucho que no es el hombre.

Luego vino otra playa en un tiempo en la que jugamos sin conocer nuestro destino. Y luego vendría el médico cojo que apuntaba el nombre de los muertos para buscar a sus familias. ‘Te vas a hartar de apuntar nombres’. Sin apuntar el suyo. Y la actriz fascista que detestaba la desfachatez de los pobres. Huelen mal. Y la delatora puta. Y la madre sin comida. Y la hija con hambre. Y el barbero-fígaro que espera a su mujer incluso muerto. Una bomba y así de fácil. Ya está ella otra vez cogida de su brazo. Así de fácil. Como se destrozan los sueños de hombres y mujeres que piensan que aprender a leer y escribir les hará más libres.

Anoche fui al teatro, amigo. Fui a ver El laberinto mágico. Termina donde empieza. En la playa frente al mar del que se espera todo.

Ayer fue un día de teatro. De poesía. Por la mañana fui al homenaje a Lorca. El poeta, el dramaturgo, el hombre asesinado por los franquistas, pero también ‘el maricón’ como con orgullo se dicen a sí mismos los homosexuales emponderados. Fue emocionante. Juan Diego, Nuria Espert escarbaron con la voz, con los versos. Se esculpieron pies que zapateaban gitanos por todas partes. Se nacieron flores de colores. Y yo me lo llevé al río creyendo que era mozuelo pero tenía ‘marío’. Se aplaudió la memoria, el amar libre.

Ayer fue un día de habitar el compás, amigo. Bajo un sol inclemente. Cuando terminó el acto de Lorca y le anudaron la bandera arcoíris al cuello me fui a tomar una cerveza, para celebrar que ahora éramos todos un poco más felices y más libres. Cuando terminó el teatro frente al mar, me sobrecogió el frío en la boca del estómago. Se me cerró. Se me durmieron los labios. Y no podía tragar ante la certeza de estar atrapada en un puerto sin barcos.

Esta mañana hemos hablado de mis laberintos. Los mágicos del Fauno, llenos de puertas, y los hechos de hierro viejo en los que no encuentro la salida. 'A lo mejor la solución está en no buscarla'. Te regalo mi frase de cumpleaños.

Y me he sentado en el suelo y he cerrado los ojos a la espera de que desaparecieran los muros.

Luego ha venido Laurance y me ha traído el libro firmado por Coetzee para que lo ponga en mi altar. Donde están las piedras de Ítaca. La fotografía de los expulsados al desierto. La de los que huyen de las guerras. El árbol de la vida. Las manos de Chillida. Maya siguiendo mis pasos perdidos. El faro. ‘Para María’. Para mi amiga que quería venir pero no consiguió encontrar entradas. Otras entradas. Pienso en el Verano de Coetzee y en el verano invencible que tú ves dentro de mí. Pienso en las ventanas de Nueva York en la cabecera de este cuaderno. En el poeta en la ciudad. Entre los rascacielos. Entre los rascasueños. Pienso repasando que sobre el aparador entre todos hemos recreado otro laberinto mágico. En el que jugamos a la gallinita ciega de Goya y a encontrar las islas desconocidas.


Tan agradecida.