Un día.
Esquina. Café. Ventana. Pasa la
gente, los coches, el tranvía.
Suena música. Voz. ‘Es una
cover’, dice la hija refiriéndose a la canción. Ella no sabe qué es una ‘cover’.
El cristal crea un escenario
palpable del mundo. Ajeno. Música. Necesita un café.
Llega el café. La espuma forma
una hoja. Todo el tiempo ha pensado en lo mismo pero no quiere plasmarlo. Para
que no pese. Para que no exista más en su garganta. Para no sentir que acosa.
Ventana. Calle. Ruido. Lejano.
Los edificios cercanos al cementerio judío nuevo estaban llenos de agujeros de
metralla. Armas de liberación. Disparos. Fachadas. Ventanas. Crecen las
orquídeas. Las cortinas son de encaje blanco. Visillos detenidos en el tiempo.
Enmarcados.
La vida enmarcada. Escenarios. Se
enfría el café. Música.
‘La ventana parece un marco’,
dice la hija.
Música. Solo piensa en
desnudarse. El café se enfría. Bailar desnuda. Invocar las manos. Como si
esculpiesen la piel. Cuello. Música.
La cucharilla del café tiene
forma de pala del corazón. Deshace la espuma. 'Todo lo que tengo lo llevo conmigo'.
La hija canturrea la música. El marco. La piel. Las manos. El cuello. El
cerebro insistente.
Mira hacia la ventana. El paraíso
en la otra esquina. El paraíso en un abrazo. En la cama de un domingo temprano.
Descuenta los pasos. Sonríe. Música. Ritmo. Calor. Deseo.
El café está agrio. Le cuesta
poner azúcar blanco. Los granos de azúcar blanco como disparos. Cierra los
ojos. La hija dormita apoyada en el bolso sobre la mesa.
Mira hacia la ventana. Aire de
ciudad plastificado.
Su vida gira alrededor del pulso
marcado por el hueco del vientre. La pala del corazón. Incansable. Rendida.
Mecánica. Dispuesta. Exhausta.
La pala del corazón escarbando
palabras. El agujero. Los ojos para adentro. El hueco conecta con los ojos de
dentro.
Se toma el café.
Otro día
Sentada en los escalones de una
plaza. Su hija lee al lado. Los dedos de los pies fríos. En sandalias. Escribe en
azul sin nada que contar. El paso de la gente. La imposibilidad de ser
extranjera. El extranjero de Camus. Una chica rubia tira una colilla al suelo
limpio. En el suelo regado se han formado charcos.
Le lloran los huesos de la cara. Le
tiemblan los pómulos. Hace tiempo que no llora de ojos. La imposibilidad de
llorar por fuera en uno mismo.
Le asalta de nuevo Tombuctú. La presión
en el pecho que le provocan sus idas y venidas por la autopista. El estallido
sordo de una paloma atropellada por el coche que no frenó. Demasiadas palomas.
Repasa las paredes estucadas en
marrón oscuro, las velas encendidas. La mesa. La silla. Alguien escribió un ‘esperando
a Godot’.
Con frecuencia no consigue
respirar. Se asfixia. Piensa si quizá termine muriéndose de una enfermedad
pulmonar comandada por su cerebro.
Perro come perro. La gente pasa. No
pasa nada. Todo alrededor resulta agresivo.
Siente de nuevo la presión en el
esternón. Ese fiel amigo. Piensa en el miedo y no lo encuentra. Su miedo es
minúsculo en un mundo de miedos y sufrimientos grandes que viajan en barcos.
Sus nalgas empiezan a enfriarse
en la piedra.
Quizá este viaje sirvió para eso.
Para medir el tamaño de su miedo.
Llama a Tombuctú que se acerca. Lo
amarra. ‘Deja de jugar a ser un perro sin sitio’.
Piensa si acaso no sería mejor
dedicarse un rato a llorar con ojos y luego a reírse de buena gana. Su agua
conoce los surcos.
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