Hoy volví a desayunar a la cafetería de los ojos, donde me
siento a disfrutar de lo conocido, de lo cotidiano. La ventana del fondo
abierta a la plaza. Saludos de buen día y preguntas de cómo están. Café con
leche desnatada templada y tostada de pan de cereales. Con dos de aceite. Al
tiempo que con dos dedos remarco lo importante que son para mí esos dos de
aceite. Dos. Mis manos hablan. A veces tienen
más voz que yo. Otras no. Mis yemas de los dedos escuchan. Mis ojos escuchan. Cuando no inventan.
La mesa redonda al lado del banco corrido sujeto a la pared
está libre. Le paso la mano por encima. Como si estuviera viva. Acaso me
reconoce como yo a ella. Estoy de vuelta. Siento la presencia de los ojos de
Rebeca pintados en la pared del edificio semiderruido de la plaza. Su compañía.
El sonido de su falda larga en la oscuridad del umbral. Entra su mirada por la
ventana. Pero nunca se sienta. Sonrío a Rebeca. Por si acaso ella también me
ve.
En la mesa de la izquierda, hay un chico en blanco y negro
con un cuaderno de notas abierto. Las notas están ahí sin más cometido que las
de estar. No suben, no bajan. Solo están. ¿Desde cuándo? Él no levanta la
cabeza del móvil.
Enfrente hay un chico con un flequillo cuasi imposible.
Lleva puesta una camiseta muy blanca. Parece de cartón. También mira el
móvil.
A la derecha hay otro chico con dos perros. Uno está por
dentro casi a mis pies y ha movido algo parecido a un rabo cuando me he
sentado. El otro está fuera. Uno dentro, otro fuera. Son bulldogs británicos.
Extraño triángulo. Creo que tomó café y tostadas. Ahora mira también el móvil y
no sé si existe.
Rebeca bosteza su soledad.
Han entrado dos chicas. Una lleva un vestido realmente feo
pero que a mí me gusta. Por la rodilla, con mangas como abullonadas. Cortado a
la cintura pero sin ceñirse. El pelo muy corto. Rebeca se pone a su altura e
imagina su delgadez dentro del vestido negro y con flores lilas. Su pelo mal
recogido. Se toca el cuello. Creo te quedaría bien. Me gusta. ¿Te has fijado en
sus zapatos? Pero a mí me gustan. Con calcetines también lilas. Todo está
previsto en su dejadez, Rebeca. Me gustan las mujeres que se visten de hombre. Como
si fueran atemporales. Suelen resultarme femeninas. Y si yo pudiera vestirme
también así. Sería más visible. Ven, siéntate, un rato conmigo. Nadie se
llevará tu trozo de pared, la casa desvencijada. A veces es preciso cambiar el
sitio desde el que se mira quién entra y quién sale. Pero Rebeca ya no me oye.
Ha vuelto a traspasar el cristal.
Me gusta el pan con aceite.
Entra una señora de unos sesenta años. Es hermosa y viste
con cuidado su desenfado cromático. Me gustan sus sandalias. Es actriz. Saluda,
me mira y me invita a reconocerla. Pero solo sé qué es actriz. No me esfuerzo
en buscarla, da igual. Ella solo busca ser visible y yo la miro. Se sienta en
la mesa de enfrente que ha dejado el joven de la camiseta blanca que ya se fue.
Sé que eres actriz.
También se va el hombre de los dos perros. Coge en brazos al
que está por fuera para colarlo dentro. Parece pesado. Supongo que antes debió
hacer un esfuerzo igual para subirlo. Qué lío. Qué raro. Como no puede ser de
otra manera se enredan los tres y la mujer actriz que los mira por si acaso
ellos pueden reconocerla, sigue sin nombre.
Uno de los perros es macho. Porque tiene testículos. El otro
es una hembra. Si hay parentesco entre ellos me niego a imaginármelo. Los dejo
ir. Salen.
Sorbo el último café y apuro la espuma con la cucharilla. Es
la parte más azucarada y la que más me gusta. Cierro los ojos. Me gusta
sentarme aquí. Reconocerme, encontrarme en lo cotidiano. Dejar de ser acaso una
espectadora de mí.
Recojo el plato y la taza. Limpio la mesa en un ritual. Sonrío.
Como si anduviese descalza. Paso la mano por encima. Los ojos de Rebeca vivos
en la pared. Ella detrás. La falda larga. Me toco el cuello.
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