miércoles, 3 de mayo de 2017

Un encuentro inesperado

El día que lo conocí, yo sabía quién era él pero él no sabía quién era yo. Ni consideré que le importara por un momento ni que siquiera me contabilizara como un instante en su mundo. Por eso me fui sin despedirme, como había estado. Porque no era nadie. La eterna Ana no.

Lo vi en la cola. Me sorprendió más alto, más delgado de lo que yo esperaba. Su pelo ralo. Me sorprendieron sus huesos. Capaces de conformar una estructura no solo para sostenerse a sí mismo. Sus hombros. Como una mecedora.

No sé si él me vio. Aunque yo fuese la mujer más alta de la cola. Me había puesto los botines de tacón de tres dedos que tienen la facultad de alzarme al menos el doble. La chaqueta negra. Ahora mientras escribo me recreo en mis hombros anchos, ahí de pie, que quizá también fueron dispuestos para aguantar el peso. Me incomoda. Me revuelve el estómago. Los borro. Los dibujo como jaulas que escupen. Asocio la cola con los colores negro y rojo de quienes se permiten la locura. Y la envuelvo de bruma.

No sé si él me vio pero parecía buscar nuestros mismos asientos. Me presentaron sin nombre, le di la mano y él añadió los dos besos en la mejilla. Sé quién eres pero no quiero que creas que me importa quién eres. Que te escucho más de lo que escucharía a cualquier otra persona. Pero lo cierto es que él se sentó justo a mi lado y yo cambié de pareja. Y me incliné a la izquierda e hicimos confidencias, y a mí me importaba sobre todo aprender cuándo tocaba reír, cuándo aplaudir, no distorsionar con un gesto, con una sonrisa, en el momento no adecuado. Pero me sentía de agua de riego. Extraño. Me había quitado la chaqueta, me había quedado en blanco, me sentía fluir y al mismo tiempo, me empeñaba en seguir solo los hilos de la corriente. Acaso buscaba el curso de su estructura. En cualquier caso yo hice lo que mejor me sale hacer. Implorar que me viese sin que se me notase demasiado, que me devolviese que yo era, que soy algo más que nadie.

A la salida varias personas lo solicitaron. Justo cuando empezaba a hablarme de su hermano. Y yo me quedé intentando recordar qué animal era el hermano más pequeño en ‘Los pescadores’. Pero solo me salía recordar que la madre era una halconera, que guardaba copia de las mentes de sus hijos, en los bolsillos de su propia mente.

A la vuelta comentó que uno de los jóvenes se había presentado como un mal pianista. Un buen comienzo, añadió. Hablamos del humor. ‘Las personas serias no son de fiar’. Yo buscaba con urgencia en mi listado de frases hechas apropiadas para intentar quedar bien en una situación. Pero el río es a veces un río terrible, y no me permitió ocultar que con frecuencia no diferencio las bromas de lo que no lo son. Así que añadí un lastimero, bueno, eso también me sirve para no distinguir la realidad de la ficción, lo que, según para qué, puede ser útil. Y al oído insistí. Yo soy seria pero de un tipo distinto a los que no son de fiar. Creo que no pareció ridículo porque lo dije de verdad, intentando insuflarle un poco de esperanza al curso de la frase, antes de que las arañas se colasen por todas partes.

Él terminó contándome lo de su hermano que también era un juego de humor y provocación inaccesible para mí. A cambio yo le conté historias que parecían no terminadas y que quedaban suspendidas en negro. Sin rojo. Sin alas. También que había enseñado a leer a mi hija y que con los años ella seguía pidiéndome hacerlo. Me hubiera gustado tener una hija que me leyese. Mirándome.

Y ahí quedó prácticamente la historia. Como coger un poco de agua prestada entre los dedos sin tiempo ni intención de beberla. Yo había vuelto a mostrarme con comentarios no coincidentes. La he vi dos veces. No me gusta nada. A estas alturas no había mucho más que esconder. Lo siento, siempre me he sentido atraída por la locura, envuelta en la bruma del caballero en rojo y negro del rey pescador. Quizá tenga que volver a darle una oportunidad. Por si acaso no añadí cuánto me había gustado Mercedes Ruehl y cuánto más, haberme parecido a ella, y mucho menos su baile de la victoria. Mientras me miraba en el espejo alargado de la barra. Agradecí la recomendación de una serie que le había gustado mucho y me guardé alguna frase más para pensarla. De regalo.

A la vuelta del baño dicen que preguntó por mí pero yo me había ido sin despedirme. Porque salió así sin proponérmelo y porque no pasaba nada porque yo sabía quién era él pero él no sabía quién era yo. Ni importaba.



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